La realidad muerde, y fuerte.
Estamos a fin de año y los balances nos acechan. Y mirar para atrás -y no por el espejo retrovisor- no suele ser un ejercicio relajante.
Esta época nunca es sencilla -al menos para mí nunca lo fue- y eso que soy de las que se quedan más que conforme con un empate -siempre fui gasolera en los deseos, je-.
Sin embargo, cuando empieza la fiebre de los informes y una es arrastrada a "sopesar logros" quedan cosas en el tintero ¿o debo decir en el disco rígido? que ni siquiera estaban en el radar cuando se pensaron las resoluciones del año anterior -en lo personal especialmente-.
No se bien por qué, pero cuando arranco con lo laboral siempre termino evadiéndome hacia el plano personal y por culpa de ser una "procastinadora contumaz" me empantano pensando cosas que poco o nada tienen que ver con lo que tengo que informar.
Es decir que por vaga, termino enroscada en unos laberintos reflexivos que me frustan, mejor dicho, me enojan bastante. Y enojada no soy muy productiva, por eso es que termino paralizada echándole la culpa al fin de año. Y por lo anterior, no sólo no hago lo que tengo que hacer sino que además me amargo por cosas que ni siquiera pensaba me iban a preocupar!
Pero no todo es oscuridad y como soy una mujer optimista (o cándida) aunque me derrita el calor y me coman los mosquitos, el verano está cerca y las vacaciones también, por eso puedo posponer los balances para cuando esté tirada en una reposera frente al mar, que allí seguro seguro no me voy a enroscar pensando nada, más bien todo lo contrario, me dedicaré con todas mis fuerzas a no pensar, porque en definitiva eso es lo que se espera de nosotras ¿no?
No hay comentarios:
Publicar un comentario